La montaña rusa
Mi primer
recuerdo de la montaña rusa se hunde en el amnésico lago de mi infancia.
Tendría yo unos siete años, tal vez, cuando con un grupo de amigos del barrio
visitamos el parque de diversiones. Recuerdo, por esa época, haber visto un
viaje en montaña rusa en el desaparecido Cinerama de la calle Maipú. Luego de
esa experiencia, juré que nunca subiría a una.
Sin
embargo, no podía quedar como un cobarde frente a mis amigos, así que, haciendo
gala de una gallardía que no poseía, subí con ellos en el que sería un
terrorífico viaje.
Lo
terrorífico no era tanto la montaña rusa sino el clima del parque de
diversiones en sí, sensación que tuve muchos años después, ya adulto, al
visitar el Prater en Viena. Detrás de las luces multicolores y el bullicio de
la gente se escondía un reino fantasmal, el que gobierna las pesadillas de la
infancia.
Recuerdo
haber rebautizado al parque de diversiones como parque de aversiones, un lugar
para sufrir. ¿O qué gracia desconocida podrían tener el tren fantasma o las
sillas voladoras? El primero me llenaba de ansiedad y las segundas me mareaban
espantosamente.
Pero la montaña rusa era el colmo. Todavía recuerdo
el esfuerzo que hacía la cadena de cochecitos en el tramo ascendente, las
ruedas chirriaban, parecía que nunca iba a llegar a la cima, la gente estaba
expectante, preparando los gritos para la caída. Antes de ésta, la formación se
detenía por unos segundos y entonces, se desplomaba a toda velocidad en medio
de más chirridos y los contenidos gritos. Claro, los gritos de los otros. Si
bien mi corazón subía hasta mi garganta, de mi boca no salía sonido. Hacía
tiempo que había perdido mi propia voz o la capacidad de gritar.
La montaña
rusa suponía atravesar un sinfín de sensaciones, abandonarse a los sentidos,
para, en un momento determinado, dejar escapar un grito liberador. Ese
mecanismo, en mí, estaba tan oxidado como muchas de las piezas de la montaña
rusa. Desde cierta tarde, no mucho antes de ese día, en que me quedé solo en
casa.
Aunque en
realidad no estaba solo, atravesando el patio estaba nuestro vecino, Juan, al
que le decían “el ruso.” Su esposa y sus hijos habían salido por lo que ambos
estábamos en situación de solitaria siesta de verano.
El agobiante
calor me llevaba a vestir solo mis anatómicos blancos y es en ellos que
respondí a su llamado.
No sé si
hubo una excusa, solo recuerdo el contacto de mis pies descalzos con las
baldosas calientes del patio. Me quedé un momento parado frente a la entrada a
su dormitorio, la cortina de esterilla levantada hasta la mitad. Detrás, estaba
“el ruso” esperándome, podía ver sus musculosas piernas peludas y detrás, la
oscuridad.
Levantó
levemente la cortina para dejarme entrar. Balbuceó algo y se recostó, un imponente
cuerpo de hombre, solo vestido con un impecable anatómico blanco, sobre una
blanca sábana llena de sinuosidades. ¿O era su cuerpo el que era sinuoso? Su
piel era oscura, cubierta de un copioso vello.
Me invitó a
recostarme a su lado, para que nos diera el aire del ventilador de pie. Esos
ventiladores antiguos eran potentes y emitían un ruido parecido a la turbina de
un avión.
Cuando subí
a la cama sentí sus dos manos sobre mis brazos, ayudándome a acomodarme contra
su cuerpo, de espaldas a él.
Con su brazo izquierdo, aseguró mi cuerpo contra el
suyo, pude sentir su piel, transpirada y su respiración ¿agitada? en mi oído
derecho.
Afuera, el
sol abrasaba y la tarde estaba callada. Sólo se oía su respiración.
La penumbra
se había hecho más densa y su brazo derecho comenzó a acariciar mi cuerpo.
Pude sentir
su descomunal fuerza, cuando su pierna derecha se apoyó sobre las mías, y
comenzó a frotarse contra ellas. Era un hombre grande y yo, un niño. Pero un
niño que por primera vez estaba experimentado un vértigo solo parecido al de la
caída libre de los cochecitos de la montaña rusa.
Cuando su
mano se posó sobre mi entrepierna sentí que mi cuerpo ya no me pertenecía. Su
dedo índice comenzó a dibujar círculos imaginarios sobre la tela de mi
calzoncillo, estimulando los genitales que dormían bajo ella. Ya se había roto
la siesta. El ventilador había dejado de girar y se había clavado sobre
nuestros cuerpos, “el ruso” cada vez me apretaba con más fuerza y respiraba más
pesadamente. Sólo recuerdo sensaciones: torbellinos, remolinos, vendavales y
tormentas. Su fuerte olor a transpiración y la humedad de sus labios, su lengua
en mi oreja y mi corazón a punto de estallar. Y un grito ahogado, había perdido
la voz, me había perdido para siempre.

Luis Formaiano nació en Buenos Aires en julio de 1956. Vivió
cuatro años en Inglaterra (1979-1983) donde adquirió un marcado interés por los
pintores Pre-Rafaelitas, Simbolistas y Expresionistas, y por la obra de
escritores como Thomas Hardy e Iris Murdoch. De regreso al país, se graduó como
Psicólogo en la Universidad de Buenos Aires (1988) y desde esa fecha se dedica
a la actividad clínica desde una perspectiva Junguiana. Sus recorridos como
artista plástico lo llevaron a aunar Psicología y Arte en su formación de
posgrado como Arteterapeuta (IUNA).