domingo, 13 de diciembre de 2015

Luis Formaiano

La montaña rusa 




  Mi primer recuerdo de la montaña rusa se hunde en el amnésico lago de mi infancia. Tendría yo unos siete años, tal vez, cuando con un grupo de amigos del barrio visitamos el parque de diversiones. Recuerdo, por esa época, haber visto un viaje en montaña rusa en el desaparecido Cinerama de la calle Maipú. Luego de esa experiencia, juré que nunca subiría a una.
  Sin embargo, no podía quedar como un cobarde frente a mis amigos, así que, haciendo gala de una gallardía que no poseía, subí con ellos en el que sería un terrorífico viaje.
  Lo terrorífico no era tanto la montaña rusa sino el clima del parque de diversiones en sí, sensación que tuve muchos años después, ya adulto, al visitar el Prater en Viena. Detrás de las luces multicolores y el bullicio de la gente se escondía un reino fantasmal, el que gobierna las pesadillas de la infancia.
  Recuerdo haber rebautizado al parque de diversiones como parque de aversiones, un lugar para sufrir. ¿O qué gracia desconocida podrían tener el tren fantasma o las sillas voladoras? El primero me llenaba de ansiedad y las segundas me mareaban espantosamente.
  Pero la montaña rusa era el colmo. Todavía recuerdo el esfuerzo que hacía la cadena de cochecitos en el tramo ascendente, las ruedas chirriaban, parecía que nunca iba a llegar a la cima, la gente estaba expectante, preparando los gritos para la caída. Antes de ésta, la formación se detenía por unos segundos y entonces, se desplomaba a toda velocidad en medio de más chirridos y los contenidos gritos. Claro, los gritos de los otros. Si bien mi corazón subía hasta mi garganta, de mi boca no salía sonido. Hacía tiempo que había perdido mi propia voz o la capacidad de gritar.
  La montaña rusa suponía atravesar un sinfín de sensaciones, abandonarse a los sentidos, para, en un momento determinado, dejar escapar un grito liberador. Ese mecanismo, en mí, estaba tan oxidado como muchas de las piezas de la montaña rusa. Desde cierta tarde, no mucho antes de ese día, en que me quedé solo en casa.
  Aunque en realidad no estaba solo, atravesando el patio estaba nuestro vecino, Juan, al que le decían “el ruso.” Su esposa y sus hijos habían salido por lo que ambos estábamos en situación de solitaria siesta de verano.
  El agobiante calor me llevaba a vestir solo mis anatómicos blancos y es en ellos que respondí a su llamado.

  No sé si hubo una excusa, solo recuerdo el contacto de mis pies descalzos con las baldosas calientes del patio. Me quedé un momento parado frente a la entrada a su dormitorio, la cortina de esterilla levantada hasta la mitad. Detrás, estaba “el ruso” esperándome, podía ver sus musculosas piernas peludas y detrás, la oscuridad.
  Levantó levemente la cortina para dejarme entrar. Balbuceó algo y se recostó, un imponente cuerpo de hombre, solo vestido con un impecable anatómico blanco, sobre una blanca sábana llena de sinuosidades. ¿O era su cuerpo el que era sinuoso? Su piel era oscura, cubierta de un copioso vello.
  Me invitó a recostarme a su lado, para que nos diera el aire del ventilador de pie. Esos ventiladores antiguos eran potentes y emitían un ruido parecido a la turbina de un avión.
  Cuando subí a la cama sentí sus dos manos sobre mis brazos, ayudándome a acomodarme contra su cuerpo, de espaldas a él.
Con su brazo izquierdo, aseguró mi cuerpo contra el suyo, pude sentir su piel, transpirada y su respiración ¿agitada? en mi oído derecho.
  Afuera, el sol abrasaba y la tarde estaba callada. Sólo se oía su respiración.
  La penumbra se había hecho más densa y su brazo derecho comenzó a acariciar mi cuerpo. 


  Pude sentir su descomunal fuerza, cuando su pierna derecha se apoyó sobre las mías, y comenzó a frotarse contra ellas. Era un hombre grande y yo, un niño. Pero un niño que por primera vez estaba experimentado un vértigo solo parecido al de la caída libre de los cochecitos de la montaña rusa.
  Cuando su mano se posó sobre mi entrepierna sentí que mi cuerpo ya no me pertenecía. Su dedo índice comenzó a dibujar círculos imaginarios sobre la tela de mi calzoncillo, estimulando los genitales que dormían bajo ella. Ya se había roto la siesta. El ventilador había dejado de girar y se había clavado sobre nuestros cuerpos, “el ruso” cada vez me apretaba con más fuerza y respiraba más pesadamente. Sólo recuerdo sensaciones: torbellinos, remolinos, vendavales y tormentas. Su fuerte olor a transpiración y la humedad de sus labios, su lengua en mi oreja y mi corazón a punto de estallar. Y un grito ahogado, había perdido la voz, me había perdido para siempre.


Luis Formaiano nació en Buenos Aires en julio de 1956. Vivió cuatro años en Inglaterra (1979-1983) donde adquirió un marcado interés por los pintores Pre-Rafaelitas, Simbolistas y Expresionistas, y por la obra de escritores como Thomas Hardy e Iris Murdoch. De regreso al país, se graduó como Psicólogo en la Universidad de Buenos Aires (1988) y desde esa fecha se dedica a la actividad clínica desde una perspectiva Junguiana. Sus recorridos como artista plástico lo llevaron a aunar Psicología y Arte en su formación de posgrado como Arteterapeuta (IUNA).


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